domingo, 3 de febrero de 2008

Metáfora y ritmo en Martí y Guillén



Continuidad de la renovación poética hispanoamericana:
La metáfora y el ritmo en José Martí y Nicolás Guillén



Cualquiera puede advertir que la renovación poética en Hispanoamérica es hija de la tradición literaria española y latina. Sin embargo, algunos estudiosos de nuestras literaturas, al concentrarse en ciertos fenómenos o autores, suelen olvidar la tradición sobre la que se fundamenta lo hecho y lo por venir, de ahí que incurran en interpretaciones equívocas al enjuiciar los valores de una u otra obra, de uno u otro autor. Por eso haré algunas aclaraciones al inicio de este ensayo dedicado, básicamente, a mostrar la conexión que existe, no solo desde lo temático sino desde la forma, entre la obra de José Martí y la de Nicolás Guillén.
En trabajos anteriores he definido y explicado algunas de las características de la literatura de José Martí, por eso no creo oportuno volver a escribir lo ya expuesto.[1] Solo me referiré ahora a dos renovaciones formales que puede apreciar cualquier lector en los escritos de Martí: metáfora y ritmo. El lenguaje empleado por él en su literatura es, por muchas razones, contemporáneo. Su novedad tropológica hoy resulta casi imperceptible porque desde el Modernismo no hemos hecho más que explotar esa nueva metáfora, de carácter sintético y surreal, que no pierde casi nunca la naturalidad, contrario a lo que sucede en la mayoría de los superrealistas, gracias a que está tamizada por el filtro estético de un intelectual que se sabe innovador pero también hombre de su tiempo y ser social capaz de incidir en su medio y cambiarlo. El compromiso social es básico en la concepción modernista de José Martí y lo salva de los antagonismos que se producen entre románticos y surrealistas, también en algunos modernistas, en relación con la sociedad y la época en que viven.
Es admitido que el iniciador de la modernidad literaria en el mundo occidental fue Charles Baudelaire, con su libro Flores del mal, donde se hace coherente, por vez primera, una práctica lingüística contemporánea gracias a la nueva metáfora que empieza a desarrollar. Existen varios criterios para subdividir las épocas literarias, pero acaso sea la evolución del lenguaje tropológico el marcador más elocuente de los saltos en la carrera de las letras por alcanzar la contemporaneidad. Pueden plantearse tres revoluciones en la tropología literaria. En un ensayo al respecto, propuse la denominación de metáfora aristotélica, metáfora culterana o barroca y metáfora superrealista, atendiendo a los tres momentos en que se renovó el uso de la tropología[2]. Surge la literatura moderna, a partir del Parnasianismo de Baudelaire y del simbolismo, enarbolado por sus discípulos Verlaine y Rimbaud, gracias a la modificación total que se produce en el sistema tropológico con el nacimiento de la metáfora superrealista, que no busca la comprensión del significado, sino la emoción. Lo que no quiere decir que deje de significar, ya que el receptor puede establecer una cadena de asociaciones entre un símbolo y otro, hallando explicaciones infinitas.
El uso de esta novadora tropología pasa del francés al castellano con la revolución modernista, iniciada por José Martí desde la década del 80 del siglo XIX, primero con sus crónicas periodísticas y luego con su libro de versos Ismaelillo, de 1882. Cuando Baudelaire, Rimbaud, Verlaine, usan en sus textos la metáfora superreal, les interesa transgredir la realidad hasta abolir el significado de la literatura. Martí emplea la misma metáfora pero para potenciar los significados, lo cual puede ser una explicación de los valores tropológicos múltiples de sus discursos que, sin embargo, no se enajenan de la realidad sino que pretenden estetizarla y mejorarla por medio del arte.

Con el Modernismo se produce en Hispanoamérica una renovación de los recursos expresivos de la lengua en cuya base está la nueva metáfora, que posibilita al lector una reescritura de los contenidos literarios, que puede dar lugar a interpretaciones diversas y divergentes. Pero no solo inicia en la lengua castellana, el Modernismo martiano, un nuevo uso tropológico sino que rescata y explora, de forma inusitada, el ritmo en la prosa y en la lírica.
Durante demasiado tiempo, algunos críticos hispanoamericanos han planteado que si bien José Martí es el gran revolucionario de la lengua española en el siglo XIX y el iniciador del Modernismo, su continuador, Rubén Darío, fue quien llevó a cumbres la renovación en el terreno de la poesía, por su talento para los juegos y variaciones melódicas. En cambio, si bien el nicaragüense pulió como nadie en nuestra lengua el verso, creo que debemos hacer justicia también a José Martí advirtiendo que la supuesta menor perfección formal de su poesía no es tal, y que una vez más a Darío lo traicionó su amor por la literatura gala. Tal certeza se basa sobre la evidencia de que la exploración lírica en Darío avanza, principalmente, hacia el trabajo con la melodía y en José Martí a la experimentación con el ritmo.
Sucede que si bien el francés es un idioma eminentemente melódico, lo que obliga al desarrollo poético en tal sentido, el castellano es una lengua rítmica y es el ritmo el valor que se impone explorar con mayores aciertos para la composición de un verso más natural y polivalente, dentro del sistema de nuestra lengua. Como explica Tomás Navarro en su libro Métrica Española, en un idioma como el francés, el acento de intensidad disminuyó su relieve y atenuó sus efectos prosódicos, de ahí que desarrollara una versificación fundada, principalmente, en las circunstancias formales del metro. En cambio, el español, idioma en que se manifiesta un sistema de acentuación de líneas precisas, ha destacado los recursos del ritmo en la composición de los versos.
Esta diferenciación, que tiene que ver con las condiciones fonológicas de cada lengua, determina que el francés produjera una métrica que se distingue por su tecnicismo y melodía, en tanto que el español ha enriquecido especialmente las experiencias de su versificación mediante el cultivo del ritmo. Tomás Navarro platea en su libro ya citado:

Es evidente la necesidad de considerar las circunstancias del verso dentro del campo particular del idioma respectivo. Aplicar al estudio de una métrica extranjera el criterio de los hábitos adquiridos en la lengua propia es situarse en un equivocado punto de vista. Ofrecen ejemplo reciente a este propósito las palabras de un profesor francés que advierte en la técnica del verso español cierta espontaneidad descuidada, junto a las manifestaciones de un crítico hispanoamericano en cuya opinión la versificación francesa se caracteriza por la pobreza rítmica.[3]

Como plantea este autor, ambas apreciaciones pueden parecer exactas dentro de la comparación en que cada una se funda, pero olvidan que las modalidades métricas a que se refieren, no obstante proceder de la misma fuente, cifran su perfección en valores distintos, en concordancia con la evolución fonética de cada lengua. Por eso es hora de que aclaremos que si bien José Martí no realiza considerables innovaciones dentro de la melodía sí trabaja con precisión el ritmo, lo que hace de su versificación un producto genuino dentro de la tradición literaria del español.
Martí, gracias a su conocimiento profundo de la literatura de los Siglos de Oro y de las literaturas francesas e inglesas, principalmente, es capaz de asentar su innovación modernista también en la lírica, volviendo la atención al ritmo, descuidado por los románticos hispanoamericanos quienes, también por influencia francesa, prefirieron ahondar en las limitadas posibilidades melódicas de la versificación española. La armonía de los vocablos, acentos, sonidos y rimas, están dentro de su propósito renovador, que enriquece el verso en lo formal al tiempo que suma temas, actualidad estética y ética. Es así que, por ejemplo, José Martí, en su libro Ismaelillo, vuelve a emplear modalidades métricas de la tradición clásica española pero con un novedoso uso de la metáfora y un inusitado trabajo rítmico, que lejos de provocar un enrarecimiento o afectación de su poesía, la acerca al coloquio. Nunca antes un poeta expresó tan extraordinariamente su amor filial ni creó imágenes tan elocuentes de la añoranza por el hijo amado, quien, por demás, representa a las generaciones futuras llamadas a fundar una nueva vida acorde con ideales elevados.
El Ismaelillo es un poemario integrado por quince composiciones escritas en versos de arte menor, en el cual se sigue la huella de los antiguos cancioneros populares españoles, de poetas medievales como el Marqués de Santillana, de renacentistas como Juan Vicente y Juan de la Encina, y de románticos como Gustavo Adolfo Bécquer. En cambio, este libro bien asentado en la tradición, es capaz de renovar la poesía en lengua española por el tratamiento temático y formal renovador.
En la fase final del romanticismo varios poetas dejan a un lado el respeto por la estrofa y la rima. El verso libre surge como aspiración a la limpidez poética, no mediada por trabas formales. El norteamericano Walt Whitman, es uno de los primeros escritores que desarrolla un verso libre, colindante incluso con la prosa, ya que elimina no solo la métrica y la rima sino también la preocupación por la melodía y los acentos. Es por eso que, en su caso, más acertadamente se habla de versolibrismo, modalidad impulsada también por los simbolistas franceses y que Martí emplea en algunos de sus textos, aboliendo prácticamente la melodía, sin embargo con un uso magistral del ritmo, indispensable para la poesía en castellano.
El verso libre, tal y como lo populariza el Apóstol cubano en su libro, no solo cuida del ritmo acentual y silábico producido por la proporcionada regularidad de los tiempos marcados, sino, fundamentalmente, la armonía interior que evidencia la agudeza estética del poeta. Esta clase de ritmo exige de parte del autor una fina sensibilidad expresiva y un perfecto dominio del material lingüístico; además, no excluye la presencia de cualquier metro, de la rima o de la estrofa, como sucede en el cuaderno Versos Libres, de José Martí, formado por 44 poemas endecasílabos sin rima.
Ahora bien, el poemario en que se plasma la madurez expresiva de Martí y de la nueva literatura modernista, en tanto renovación de formas y contenidos, en tanto nueva metáfora y acertado trabajo rítmico, autobiografía del Apóstol cubano y legado de valor poético y ético, es Versos Sencillos, como sus Versos Libres publicado póstumamente, ya que estas 46 composiciones sin título, donde predomina la cuarteta y la redondilla, le dan cierto aire popular, con el propósito, explícito en su prólogo, “de poner el sentimiento en formas llanas y sinceras”.[4]
Los Versos Sencillos no solo representan la mejor manera de conciliar “el sentimiento” con las “formas llanas y sinceras”, sino la coronación de una revolución formal que otorga contemporaneidad a la literatura hispanoamericana.

El vanguardismo cubano, a diferencia de lo que sucedió en otros países de Hispanoamérica, no arrasa con el legado modernista sino que lo continúa, eso sí, en su vertiente formal. En cambio, en el caso de Nicolás Guillén lo formal está condicionado por lo temático, de ahí que su obra, incluso sus primeros libros, se torne trascendente y más notable que la mayoría de la literatura vanguardista, cuyo cometido fue innovar y no precisamente comunicar, por lo que sirvió de asiento para mejores realizaciones literarias, una vez que el torbellino de la vanguardia se asentó y quedó decantado del lastre de la originalidad pretendida.
También puede decirse que en Cuba hubo tantos vanguardismos como vanguardistas. Trascienden las búsquedas formales, desde sus estilos y diversas maneras, Mariano Brull, Regino Pedroso, José Zacarías Tallet, Manuel Navarro Luna, Regino Botti, Eugenio Florit, Emilio Ballagas, Félix Pita Rodríguez, et. al. Creo justo reconocer que casi la totalidad de los autores del período que han pasado a la historia de la literatura cubana trascienden el vanguardismo en sí, porque son capaces de redescubrir la tradición literaria a que pertenecen y de darle continuidad con una obra más depurada, menos extranjerizante y por lo tanto de mayor autenticidad.
Dentro de esta nómina de poetas imprescindibles a nuestras letras, Nicolás Guillén es uno de los que primero encuentra la senda de la innovación desde la tradición. Este acierto lo debe, en bastante medida, al conocimiento de la literatura española y de la obra de José Martí, donde aprende el valor del ritmo para la versificación en castellano y donde descubre una metáfora novadora, surrealista, simbolista, pero más natural que la metáfora forzada a ser por los distintos ismos de la vanguardia.
El autor de Motivos del Son, Sones para soldados y turistas, Songoro Cosongo, El gran Zoo, Por el mar de las Antillas, etcétera, tampoco se dejó deslumbrar por los manifiestos vanguardistas donde se pretendía constituir un arte de lo absurdo, divorciar a la literatura del significado y del lector. Incluso en sus momentos de más radicalización en el trabajo tropológico y formal de la poesía, mantiene la raíz en la significación, que para él es lo esencial porque desde temprano estuvo consciente del valor de la poesía no solo en tanto expresión de la sensibilidad de un artista que, a fin de cuentas, es un hombre más en medio de la masa de individuos que conforman el país.
Es así que en cada una de las etapas de su lírica, Guillén no hace sino variaciones sobre dos categorías esenciales a su poética, el ritmo y la metáfora. Si seguimos la catalogación que la crítica tradicional de su poesía ha desarrollado, podemos decir que en su primer período, equívocamente denominado posmodernista,[5] hay un predominio de la metáfora sobre el ritmo; en su segundo período, de la poesía son, se aprecia una apoteosis del ritmo que linda con la música; en su tercer período, denominado negrista, comienza a trabajar más el ritmo en combinación con una tropología más contemporánea; en su cuarto período, de poesía social, vuelve el cultivo de la metáfora surrealista en conciliación con un ritmo acompasado y vigoroso que supone la decantación de sus búsquedas dentro de los valores fonéticos de la lengua española.
Entre los elementos fundamentales de la poética de Guillén puede apreciarse, a pesar de sus búsquedas constantes, sus constantes renovaciones, una continuidad de sentido temático y un equilibrio entre la forma y el contenido. Retoma a Lope de Vega, a Quevedo y a Góngora, el Espronceda de la “Canción del pirata”. Sin embargo su actitud no es Barroca ni Romántica, aunque haya en su obra elementos del Neobarroco y del Neorromanticismo, puesto que su lírica tiende a la relación con los clásicos en una reinterpretación contemporánea.
Desde su libro Motivos del son, en 1930, el poeta muestra su original interpretación de lo nacional y de lo cubano, a pesar del marcado acento anecdótico de este cuaderno que por sí solo le habría ganado un lugar en la historia literaria cubana. Pero enseguida aparece Sóngoro Cosongo, especie de radiografía del mundo del negro y de la mulatez cubana; West Indies LTd., libro de relieve antillano y continental donde demuestra que cala cada vez más hondo en el ser y en una poesía que apunta hacia el ideal martiano de un arte capaz de salvar lo mejor de nuestra cultura y dinamitar el camino hacia el futuro, hacia la irrealizada utopía americana.
Ha explicado Desiderio Navarro cómo en Motivos del son el efecto onomatopéyico de percusión de tambor no depende solo de la organización fónica del texto porque cada pieza es una estilización de las letras de los sones. El propio Guillén manifestó que sus “poemas-sones” estaban basados sobre la técnica de esa clase de baile que se caracteriza por el papel fundamental que desempeña la percusión. Sucede que el ritmo en Motivos está ligado a la fuerza percutida del tambor afrocubano. En sus textos posteriores se aprecia cada vez menos folcklorismo y más asimilación cultural. En lo adelante predominaron “motivos” más nacionales, porque se aprecia mejor la asimilación de las influencias europeas de nuestra simiente, el mestizaje lingüístico de las antillas y de América, filtrado por lo particularmente cubano.
José Martí nos aleccionó sobre cómo crear una literatura continental aprovechando lo mejor del legado de nuestros ancestros y los aciertos de las literaturas extrajeras. Guillén, con su obra, repite esta lección y logra hacer de su lírica no la expresión de un individuo aislado, de un grupo aislado dentro de la sociedad, sino la expresión del Ser que conforma la sociedad y la nacionalidad toda. Su voz es la voz del pueblo y por eso su poesía remite a la neopopularización del lenguaje literario que también emprende Martí, a la captación de los valores fonéticos de nuestra manera de expresarnos. De ahí que haya en sus versos una tendencia al acento agudo, al octosílabo, a la brevedad del enunciado, todas ellas características del español hablado en Cuba.
La lírica de Nicolás Guillén es hija legítima de la renovación modernista que inició José Martí, puesto que entronca con una lírica que identifica al poeta con la revolución, no solo en el terreno del arte. Su tono vanguardista es mesurado y no se desvía en una enajenación de la forma como sucede a la mayoría de los escritores que siguen esta tendencia. En la obra de Guillén no existe la despreocupación formal que han querido ver algunos, más bien hay cierto desdén hacia la métrica y la rima en pos de la naturalidad que, sin embargo, está condicionada por un uso metafórico novedoso y por el cuidado y la agudeza del ritmo.

Por la obra de Nicolás Guillén pasan de nuevo las viejas estructuras estróficas y métricas de la tradición castellana, la silva, el soneto, la balada, la elegía, la redondilla, etcétera, refrescadas por las ganancias y giros de la poesía contemporánea. Y es este uno de los mayores méritos de su obra, la innovación desde la tradición, la continuidad en ascenso de la tradición modernista de la literatura hispanoamericana. El autor de la “Elegía a Jesús Menéndez” no solo hizo alarde de un conocimiento y dominio técnico magistral de la lírica sino que también puso en su poesía nuevos temas y nuevas maneras de expresar su tiempo y los sentimientos de su época, los valores de su cultura y de su nacionalidad.


Luis Rafael
10 octubre de 2001


[1] Al respecto, véase mi ensayo El Modernismo martiano, nuestro Modernismo, Edición electrónica de CubaLiteraria (www.cubaliteraria.com) o el mismo trabajo, abreviado, en la revista literaria Jácara, Nueva Época, año V, 2001, # 9, pp. 29-42.
[2] En el ensayo referido, de título “Hacia una comprensión de la metáfora contemporánea”, expliqué cómo la metáfora empleada antes del barroco era del tipo aristotélico porque suponía una especie de símil sin nexo comparativo; que en el barroco, la metáfora aristotélica se potencia gracias a que la analogía entre sus elementos constitutivos se hace múltiple y, por tanto, polisémica; y que a partir de Baudelaire y del simbolismo surge una nueva metáfora desinteresada del vínculo objetivo entre sus elementos de base, ya que pretende abolir la realidad y la significación.
[3] Tomás Navarro: Métrica Española, Edición Revolucionaria, La Habana, 1968, p. 8.
[4] José Martí: Poesía Completa, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 2001, p. 87.
[5] “Equívocamente” posmodernista porque, como he explicado en otros trabajos, no creo que deba hablarse de posmodernismo en un momento en el cual, realmente, se retorna al primer Modernismo o Modernismo martiano. La confusión de la crítica se debe a que el Modernismo se conceptuó según los limitados aciertos de la obra del primer Darío y no desde sus múltiples posibilidades, éticas y estéticas, enunciadas en la obra de José Martí, reconocido más tarde como el verdadero iniciador del Modernismo.

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