Jueves, 3 de diciembre de 2009
LITERATURA
Lina de Feria, en el Reino de la Poesía
Por Luis Rafael
Desde mis inicios en los talleres literarios escolares de Güines oí hablar con admiración sobre Lina de Feria (1945). Algunos años antes la poetisa había trabajado allí ocupando la plaza de asesora literaria y quedaba su estela, un recuerdo querido por los güineros que supieron apreciar en la muchacha cabizbaja y vilipendiada a la sensible escritora que cumplía en la ciudad provinciana, distante de la capital más de cincuenta kilómetros, parte de la condena a que fue sometida por los censores de la cultura. Lina, la joven que había comenzado su despegue en el mundo cultural cubano con su poemario Casa que no existía (1968), haciéndose con el entonces prestigioso premio David en 1967 —compartido con Luis Rogelio Nogueras, Wichy el Rojo, por Cabeza de zanahoria—, sufrió la incomprensión de los testaferros de la mediocridad y sus consecuencias más dramáticas: la cárcel, el trabajo «reeducativo» y el silencio editorial por casi dos décadas. Decía Carlos Gardel que veinte años no son nada, pero para Lina, al igual que para otros censurados y condenados injustamente, significaron mucho, significarían la muerte en vida y vivir la muerte cada vez desde entonces.
Ya en la universidad compré A mansalva de los años (1990), un poemario en que de Feria reunió algunos de los textos escritos durante su etapa de proscrita nacional, y descubrí una poética trágicamente dolorida e intensa, sutil en el manejo del lenguaje, excepcional por no sumarse al coro de los repetitivos modelos de entonces y trascender el coloquialismo desde la asimilación de un yo testimoniante pero íntimo, ajeno al torbellino social y potente por su discurso metafísico y metafórico ligado a la naturaleza y debatidor de lo femenino. Aquel fue el impulso que me llevó al apartamento de Lina, donde ella me recibió con deferencia hasta premiarme con su amistad. Conocí entonces no solo a la escritora sino a la mujer de rica formación cultural y hondas preocupaciones filosóficas, atenazada por la paranoia. Según me relató, continuaban azuzándola sus perseguidores, siempre serios personajes uniformados con blancas guayaberas, vigilantes de los libros que entraban a su céntrico apartamento de El Vedado.
Entre la última década del siglo xx y la primera del xxi, el magma dormido despertaría en un torrente de versos que confluyeron hacia una decena de libros y cuatro premios de la crítica literaria cubana: en 1991, 1996, 1997 y 2000 por A mansalva de los años (1990), El ojo milenario (1995), Rituales del inocente (1996) y A la llegada del delfín (1995). Hemos visto, en cambio, cómo le escamotean el Premio Nacional de Literatura, que merece por su sólida obra, la más significativa realización lírica de su generación.
Demonizada y reivindicada, vuelta a las llamas luego de su extraña fuga a Estados Unidos y el retorno a la Isla, Lina de Feria rebasa cualquier diferendo político porque, entendámoslo, no es otra cosa que una hija de la «demasiada luz», penosamente sombreada por aquellos que no pueden comprender que si logra volar con las alas rotas, rígidas de frío, es porque jamás necesitó ni necesitará canonizaciones ni vindicaciones, ya que hace tiempo vive en el Reino de la Poesía, donde sin duda tiene ganado el derecho a la soberanía.
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