La virtud de romper los esquemas
Mulato, de Luis Rafael
Editorial Gente Nueva, 2006
Premio “La Rosa Blanca”, 2007
La trayectoria ficcionada de la noveleta Mulato, del narrador, poeta y ensayista cubano Luis Rafael es larga y ontológica y no se parece en nada a mucha de la cáscara que se escribe y publica en Cuba (y fuera de Cuba por autores cubanos) bajo el rótulo de “literatura infantil”. Tiene más de aquellas obras esenciales de nuestras letras para niños que escribieran Onelio Jorge Cardoso, Dora Alonso, Julia Calzadilla o Nersys Felipe, sólo por citar a algunos de los más conocidos: hay en cada una de sus páginas el sello de la trascendencia.
El primer detalle que da fe de que se trata de un buen libro está al inicio mismo: un prólogo de la narradora cubana Aida Bahr. Quienes la conocen saben que no es una intelectual que regala elogios (muchos temen, incluso, sus juicios usualmente muy severos pero casi siempre justos) y, sin embargo, en ese prólogo la narradora santiaguera habla de calidad de la escritura, interés despertado por el argumento, y define como el más grande valor del libro su interesante y equilibrado buceo en una parte de nuestra historia: las guerras de independencia contra el dominio colonial de España a fines del siglo XIX.
Hay todos esos valores en esta obra, sin dudas, pero no fue ello lo que me llamó la atención cuando leí las 108 páginas de este libro (que son muchas menos debido al pequeño formato ya usual en las ediciones de Gente Nueva). Aquí me detengo. La referencia exacta al número de páginas se debe a una especial circunstancia: abunda el criterio, dentro del género, de la necesidad del discurso breve a la hora de elaborar la narrativa para niños. Eso ha provocado una real epidemia de obras cojas (no me gusta aquí el término de menores, ya que bien se sabe incluso de estas obras se alimenta la literatura de un país y algunos libros de este género en Cuba ni siquiera merecen esa clasificación de “menores”), debido a argumentos truncos, a personajes que no desarrollan en lo más mínimo sus historias y sus sicologías, y a una simplicidad del discurso narrativo que suele presentarse en las notas de edición como “limpieza de la prosa” cuando es simplemente pobreza de lenguaje.
El primer valor, entonces, de Mulato es ese: logra en brevísimas páginas conformar una historia sólida, un personaje inolvidable, todo ello mediante una prosa excelentemente distribuida entre lo florido (cuando es necesario “pintar” el ambiente e, incluso, poetizar la trama) y lo directo (allí donde es necesario dar al nivel accional del argumento un peso destacado: véase el capítulo “La batalla”, por ejemplo), matizados ambos por una serie de ondulaciones, retraimientos y expansiones del lenguaje en dos ámbitos que resultan muy necesarios para la configuración de la atmósfera y los escenarios ficcionados: la descripción de los escenarios naturales donde ocurre la historia y la narración episódica del crecimiento ético y físico de Mulato. Llama también la atención el muy justo empleo del diálogo, en todos los casos con las expresiones necesarias para enriquecer el desarrollo de los personajes y dar movimiento a las anécdotas contadas.
Antes que Mulato, dos obras dieron pasos esenciales dentro del terreno de la historia como eje de una narración infantil en Cuba: Antonio, el pequeño mambí, de Luis Cabrera Delgado (Gente Nueva, 1985) y El oro de la edad, de Ariel Ribeaux (Unión, 1999); el primero, por el intento de novelar la infancia del que sería uno de nuestros grandes héroes mambises, el general Antonio Maceo; y el segundo por la exquisita revisitación de la obra esencial para niños de José Martí (la revista La Edad de Oro) en los tiempos actuales y en un escenario marcado por los grandes traumas de la marginalidad social cubana de hoy. Fueron obras diferentes dentro del amplio escenario de las letras cubanas escritas para niños y jóvenes. El segundo valor que encuentro a Mulato anda por esos caminos de la diferenciación: el protagonista de esta historia no sólo transita en crecimiento enriquecedor su propia vida, ambientada en la dura condición de niño que crece en medio del avatar de una guerra terrible y rodeado por verdaderas bestias de la guerra (esas bestias en que se convierte el ser humano en condiciones extremas, que no son todas de un mismo tipo, ni andan en los buenos caminos), sino que nos conduce a un más allá definitorio de un concepto esencial para la formación de nuestra esencia (y la repetición es a propósito) como país: la formación del orgullo de ser “mulato”. Y se trata de una definición similar a aquella que, según la historia, vivieron los primeros cubanos cuando descubrieron que ya no eran españoles y que el único término que los definía correctamente era “criollos”. Las consecuencias para la historia nacional de aquel descubrimiento hoy se conocen: se le debe, sobre todo, ese espíritu de independencia que siempre ha tenido el cubano. Pero la asunción de su carácter de mulato por el protagonista no definirá únicamente su lucha por establecer sus valores y sus sueños dentro del contexto narrado (fenómeno que ciertamente ocurrió en el seno de las tropas independentistas, lo que trasmite más valor a esta obra de Luis Rafael, al abordar un asunto antes no tratado): también esta noveleta, gracias a la conciencia que el protagonista toma respecto a su condición de mulato se adentra en otro de los difíciles recovecos de aquellos tiempos: el protagonismo racial del negro en nuestras guerras de independencia (recuérdese que fue ese protagonismo, y su olvido por parte de las autoridades que pactaron con los ocupantes norteamericanos, uno de los eslabones principales para el estallido del más bochornoso suceso racial de la historia cubana hasta hoy: la Guerrita de 1912, acción de limpieza racial mediante el exterminio de negros rebeldes, como aseguran muchos historiadores).
Pero el mayor valor de este libro demuestra que cuando se quiere lograr la excelencia hay que romper los esquemas y Luis Rafael se lanza contra dos de los más sólidos esquemas de la educación y de la literatura infantil cubanas de los últimos cincuenta años: por un lado, la simplificación y marmorización de la historia que han propuesto y establecido todos los programas de educación en la isla, y por el otro lado, la concepción de que el horror, la muerte y las bajas pasiones humanas no deben ser tema para la literatura infantil.
Mulato es una noveleta dramáticamente compleja en todos sus sentidos. En ella la guerra se presenta con toda su crudeza, con sus muertes (nótese que el mismo niño comienza la novela perdiendo a sus padres en la inundación por un huracán), con la sangre y la perversión humana que habita siempre cualquier contienda bélica, con la multiplicidad de intereses enfrentados en ese escenario, con los privilegios ganados mediante el engaño, con el robo, la extorsión y el abuso de poder que ensucia los verdaderos valores de la lucha por la libertad, con la fauna humana múltiple con la que se lleva adelante una guerra (que no está compuesta sólo de héroes, sino también de cobardes, de traidores, de miserables que se agarran de unos supuestos ideales en los que no creen porque eso les da poder, dinero y posición social), y por supuesto, con todas las luces humanas que también destellan en esos ámbitos. Todo lo anterior, todos esos defectos, todas esas bajezas humanas, todas esas miserias existenciales las vive el protagonista dentro de las filas independentistas mambisas, es decir, en el lado de los “buenos”. Esa visión nunca antes había estado en una obra literaria cubana dirigida a los niños, y me atrevo a decir que, incluso, tampoco abunda en las escasas novelas sobre aquellas guerras escritas por cubanos, quizás debido a cierta idealización que existe en el imaginario popular sobre nuestros “heroicos mambises”.
No vemos en Mulato esa historia de héroes de mármol, esa historia donde nuestros caudillos independentistas ni siquiera discutían entre ellos, esa historia sólo llena de luces que los cubanos hemos recibido durante décadas como la única versión, propiciando que luego nos sintamos engañados cuando descubramos, en la obra de historiadores serios, profundos, los verdaderos matices de nuestra historia nacional, convulsa y compleja como es realmente toda historia.
Pero también en esta noveleta para niños está la muerte, el dolor, el engaño, la traición, en fin, la vida real que debió latir junto a aquellos cubanos que se lanzaron a la manigua en contra del coloniaje español, con las mismas luces y sombras, con los mismos matices de complejidad, crudeza y dureza con la que la vida nos ataca día a día. Es un libro crudo que no esconde, como aconsejan algunos teóricos, nada a ese lector que, dicen, no debería recibir a edad tan temprana una información tan dura y funesta. Leyendo a Luis Rafael y a su Mulato recordé una frase de mi abuelo español, una frase que él me contaba se la decía mucho su abuela: “la miseria obliga a soñar”. Y debe ser así, porque en medio de esa átmosfera cargada de problemas humanos tan profundos, el sueño y la esperanza del protagonista (y de todos los que cohabitan con él dentro del espacio del bien) es un hálito que flota sobre cada una de las páginas. El lector, sea cual sea su edad, saldrá de esta lectura con un verdadero conocimiento de cómo fue aquella época, muy al interior de nuestras tropas libertadoras, y pese a todo lo vivido por el protagonista, saldrá con ese olor a confianza en el ser humano, en el ser cubano (“no permitimos que nuestra bandera sumara una estrella más en la bandera de la unión del Norte”) y en el valor de la memoria (“Tú mismo, que leerás mi narración desde el futuro, en tu tiempo participarás de la Historia. Y puede que hasta te atrevas, como yo, a contar algún episodio interesante, cuando pasen los años y no puedas resistir el revoloteo de los recuerdos dentro de la cabeza).
Mulato, en fin, con una buena escritura y un ritmo in crescendo que deja deseos de saber sobre el futuro del protagonista, abre una puerta íntima hacia una mejor comprensión de una parte de nuestra historia patria y hacia la clarificación de algunos caminos históricos que propiciaron que los cubanos hoy seamos como somos. Eso es trascendente.
Amir Valle
Mulato, de Luis Rafael
Editorial Gente Nueva, 2006
Premio “La Rosa Blanca”, 2007
La trayectoria ficcionada de la noveleta Mulato, del narrador, poeta y ensayista cubano Luis Rafael es larga y ontológica y no se parece en nada a mucha de la cáscara que se escribe y publica en Cuba (y fuera de Cuba por autores cubanos) bajo el rótulo de “literatura infantil”. Tiene más de aquellas obras esenciales de nuestras letras para niños que escribieran Onelio Jorge Cardoso, Dora Alonso, Julia Calzadilla o Nersys Felipe, sólo por citar a algunos de los más conocidos: hay en cada una de sus páginas el sello de la trascendencia.
El primer detalle que da fe de que se trata de un buen libro está al inicio mismo: un prólogo de la narradora cubana Aida Bahr. Quienes la conocen saben que no es una intelectual que regala elogios (muchos temen, incluso, sus juicios usualmente muy severos pero casi siempre justos) y, sin embargo, en ese prólogo la narradora santiaguera habla de calidad de la escritura, interés despertado por el argumento, y define como el más grande valor del libro su interesante y equilibrado buceo en una parte de nuestra historia: las guerras de independencia contra el dominio colonial de España a fines del siglo XIX.
Hay todos esos valores en esta obra, sin dudas, pero no fue ello lo que me llamó la atención cuando leí las 108 páginas de este libro (que son muchas menos debido al pequeño formato ya usual en las ediciones de Gente Nueva). Aquí me detengo. La referencia exacta al número de páginas se debe a una especial circunstancia: abunda el criterio, dentro del género, de la necesidad del discurso breve a la hora de elaborar la narrativa para niños. Eso ha provocado una real epidemia de obras cojas (no me gusta aquí el término de menores, ya que bien se sabe incluso de estas obras se alimenta la literatura de un país y algunos libros de este género en Cuba ni siquiera merecen esa clasificación de “menores”), debido a argumentos truncos, a personajes que no desarrollan en lo más mínimo sus historias y sus sicologías, y a una simplicidad del discurso narrativo que suele presentarse en las notas de edición como “limpieza de la prosa” cuando es simplemente pobreza de lenguaje.
El primer valor, entonces, de Mulato es ese: logra en brevísimas páginas conformar una historia sólida, un personaje inolvidable, todo ello mediante una prosa excelentemente distribuida entre lo florido (cuando es necesario “pintar” el ambiente e, incluso, poetizar la trama) y lo directo (allí donde es necesario dar al nivel accional del argumento un peso destacado: véase el capítulo “La batalla”, por ejemplo), matizados ambos por una serie de ondulaciones, retraimientos y expansiones del lenguaje en dos ámbitos que resultan muy necesarios para la configuración de la atmósfera y los escenarios ficcionados: la descripción de los escenarios naturales donde ocurre la historia y la narración episódica del crecimiento ético y físico de Mulato. Llama también la atención el muy justo empleo del diálogo, en todos los casos con las expresiones necesarias para enriquecer el desarrollo de los personajes y dar movimiento a las anécdotas contadas.
Antes que Mulato, dos obras dieron pasos esenciales dentro del terreno de la historia como eje de una narración infantil en Cuba: Antonio, el pequeño mambí, de Luis Cabrera Delgado (Gente Nueva, 1985) y El oro de la edad, de Ariel Ribeaux (Unión, 1999); el primero, por el intento de novelar la infancia del que sería uno de nuestros grandes héroes mambises, el general Antonio Maceo; y el segundo por la exquisita revisitación de la obra esencial para niños de José Martí (la revista La Edad de Oro) en los tiempos actuales y en un escenario marcado por los grandes traumas de la marginalidad social cubana de hoy. Fueron obras diferentes dentro del amplio escenario de las letras cubanas escritas para niños y jóvenes. El segundo valor que encuentro a Mulato anda por esos caminos de la diferenciación: el protagonista de esta historia no sólo transita en crecimiento enriquecedor su propia vida, ambientada en la dura condición de niño que crece en medio del avatar de una guerra terrible y rodeado por verdaderas bestias de la guerra (esas bestias en que se convierte el ser humano en condiciones extremas, que no son todas de un mismo tipo, ni andan en los buenos caminos), sino que nos conduce a un más allá definitorio de un concepto esencial para la formación de nuestra esencia (y la repetición es a propósito) como país: la formación del orgullo de ser “mulato”. Y se trata de una definición similar a aquella que, según la historia, vivieron los primeros cubanos cuando descubrieron que ya no eran españoles y que el único término que los definía correctamente era “criollos”. Las consecuencias para la historia nacional de aquel descubrimiento hoy se conocen: se le debe, sobre todo, ese espíritu de independencia que siempre ha tenido el cubano. Pero la asunción de su carácter de mulato por el protagonista no definirá únicamente su lucha por establecer sus valores y sus sueños dentro del contexto narrado (fenómeno que ciertamente ocurrió en el seno de las tropas independentistas, lo que trasmite más valor a esta obra de Luis Rafael, al abordar un asunto antes no tratado): también esta noveleta, gracias a la conciencia que el protagonista toma respecto a su condición de mulato se adentra en otro de los difíciles recovecos de aquellos tiempos: el protagonismo racial del negro en nuestras guerras de independencia (recuérdese que fue ese protagonismo, y su olvido por parte de las autoridades que pactaron con los ocupantes norteamericanos, uno de los eslabones principales para el estallido del más bochornoso suceso racial de la historia cubana hasta hoy: la Guerrita de 1912, acción de limpieza racial mediante el exterminio de negros rebeldes, como aseguran muchos historiadores).
Pero el mayor valor de este libro demuestra que cuando se quiere lograr la excelencia hay que romper los esquemas y Luis Rafael se lanza contra dos de los más sólidos esquemas de la educación y de la literatura infantil cubanas de los últimos cincuenta años: por un lado, la simplificación y marmorización de la historia que han propuesto y establecido todos los programas de educación en la isla, y por el otro lado, la concepción de que el horror, la muerte y las bajas pasiones humanas no deben ser tema para la literatura infantil.
Mulato es una noveleta dramáticamente compleja en todos sus sentidos. En ella la guerra se presenta con toda su crudeza, con sus muertes (nótese que el mismo niño comienza la novela perdiendo a sus padres en la inundación por un huracán), con la sangre y la perversión humana que habita siempre cualquier contienda bélica, con la multiplicidad de intereses enfrentados en ese escenario, con los privilegios ganados mediante el engaño, con el robo, la extorsión y el abuso de poder que ensucia los verdaderos valores de la lucha por la libertad, con la fauna humana múltiple con la que se lleva adelante una guerra (que no está compuesta sólo de héroes, sino también de cobardes, de traidores, de miserables que se agarran de unos supuestos ideales en los que no creen porque eso les da poder, dinero y posición social), y por supuesto, con todas las luces humanas que también destellan en esos ámbitos. Todo lo anterior, todos esos defectos, todas esas bajezas humanas, todas esas miserias existenciales las vive el protagonista dentro de las filas independentistas mambisas, es decir, en el lado de los “buenos”. Esa visión nunca antes había estado en una obra literaria cubana dirigida a los niños, y me atrevo a decir que, incluso, tampoco abunda en las escasas novelas sobre aquellas guerras escritas por cubanos, quizás debido a cierta idealización que existe en el imaginario popular sobre nuestros “heroicos mambises”.
No vemos en Mulato esa historia de héroes de mármol, esa historia donde nuestros caudillos independentistas ni siquiera discutían entre ellos, esa historia sólo llena de luces que los cubanos hemos recibido durante décadas como la única versión, propiciando que luego nos sintamos engañados cuando descubramos, en la obra de historiadores serios, profundos, los verdaderos matices de nuestra historia nacional, convulsa y compleja como es realmente toda historia.
Pero también en esta noveleta para niños está la muerte, el dolor, el engaño, la traición, en fin, la vida real que debió latir junto a aquellos cubanos que se lanzaron a la manigua en contra del coloniaje español, con las mismas luces y sombras, con los mismos matices de complejidad, crudeza y dureza con la que la vida nos ataca día a día. Es un libro crudo que no esconde, como aconsejan algunos teóricos, nada a ese lector que, dicen, no debería recibir a edad tan temprana una información tan dura y funesta. Leyendo a Luis Rafael y a su Mulato recordé una frase de mi abuelo español, una frase que él me contaba se la decía mucho su abuela: “la miseria obliga a soñar”. Y debe ser así, porque en medio de esa átmosfera cargada de problemas humanos tan profundos, el sueño y la esperanza del protagonista (y de todos los que cohabitan con él dentro del espacio del bien) es un hálito que flota sobre cada una de las páginas. El lector, sea cual sea su edad, saldrá de esta lectura con un verdadero conocimiento de cómo fue aquella época, muy al interior de nuestras tropas libertadoras, y pese a todo lo vivido por el protagonista, saldrá con ese olor a confianza en el ser humano, en el ser cubano (“no permitimos que nuestra bandera sumara una estrella más en la bandera de la unión del Norte”) y en el valor de la memoria (“Tú mismo, que leerás mi narración desde el futuro, en tu tiempo participarás de la Historia. Y puede que hasta te atrevas, como yo, a contar algún episodio interesante, cuando pasen los años y no puedas resistir el revoloteo de los recuerdos dentro de la cabeza).
Mulato, en fin, con una buena escritura y un ritmo in crescendo que deja deseos de saber sobre el futuro del protagonista, abre una puerta íntima hacia una mejor comprensión de una parte de nuestra historia patria y hacia la clarificación de algunos caminos históricos que propiciaron que los cubanos hoy seamos como somos. Eso es trascendente.
Amir Valle
Berlín, 6 de junio de 2008.
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